Me caías tan bien. Con tus neurosis,
con tus obsesiones, con tu pequeño gesto de acomodar el salero en la
mesa, con tu manía de alejar los vasos del borde de ella, por miedo
a que se caigan en un acto de torpeza. Con tu fantasía nunca
realizable, al quedarte siempre en imágenes posibles, pero poco
probables, sin poder ver lo que sucedía enfrente tuyo. Mente de pasado,
mente de futuro. Pero poco presente. A veces, ausente.
En un primer momento, cuando te
conocí, me molestaba tu tendencia a querer controlar hasta la más mínima brisa que entraba por el ventanal. Hasta la risa, cuando las
pequeñas humoradas te provocaban llanto. Odiabas que te hiciera
cosquillas. Típico de Virgo.
“Siento que estoy perdiendo el
tiempo”. Cuánta arrogancia encierra esa concepción. El tiempo que
se pierde, ¿a dónde va? ¿Se puede, realmente, perder el tiempo?
Creo que es una ilusión más, omnipotente, de poder controlar cada
acontecer que te rodea. Pero creo que esas palabras nacen desde la
inocencia de querer poseer el mundo, por miedo a que cambie más
rápido de lo que podemos aprehenderlo.
Y ahora, parado en los confines,
viéndolo en perspectiva, siento que lo nuestro era una construcción,
en la que me permitías el caos que emano (y en el que tengo fe). Y
que me aceptabas a pesar de ser un vagabundo que caminaba sin
certezas, emprendiendo recorridos nunca planeados, no pensados, en
búsquedas en las cuáles lo que menos importaba, era encontrar.
Sabías que no veía ese vaso en el
borde: lo golpeaba, y se hacía añicos. Sabías que ni las cajas de
cartón (esas que tenías perfectamente clasificadas cuando te
mudaste), ni las manos, me servían para encerrar lo que intuía. Que
siempre estaba buscando tensarlas, hasta que estallasen. Que
también tengo obsesiones, como vos, pero que son rodeos, que piden
ser líneas de fuga: precipitarse a velocidad infinita.
Y que a pesar de no estar locos el uno
por el otro, nos comprendíamos, éramos compañía. Mirarte a los
ojos y encontrarlos vacíos, cuando estabas absorta. Mirarte a los
ojos y encontrar el brillo, cuando relatabas una andanza nocturna por
un parador desierto en una tierra cercana, pero lejana. El vértigo
de lo desconocido, de lo que no se amolda, de lo que siempre quiere
escapar. Nunca podría definir la vida, pero lo poco que sé, es que
desborda.
Mientras cenaba solo, y sin
pensarlo, acomodé el salero en la mesa. Vuelvo a ver la foto que nos
sacamos aquel día frío en la playa, cuando te quejabas de la
molestia que te provocaba la arena. Me reía. Nunca creí del todo en
sacarse fotos para conservar un recuerdo. Entonces me percato de que
hoy me quedé en el pasado. A fin de cuentas, no somos tan distintos,
por momentos también soy tan... típico.
Ricardo Baviera