sábado, 3 de mayo de 2014

Umbral

     Tomábamos vino y nos reíamos de nuestros dientes violetas. Del color de tus labios. Nos encontrábamos después de meses sin vernos, aunque teníamos noticias del otro por algunos conocidos en común. Como otras veces, la poesía urbana que flota en nuestro entorno (esa que no puede ser escrita), nos reunía. Ritmo de peatones entre colectivos, que cruzan sendas sin percibirse, hasta que una torpeza los choca y se miran a los ojos, por primera vez.
     Cuando te conocí comprendí algo, y lo creo este día en el que escribo: la belleza radica en el ritmo. Entre los cajones, buscando un papel arrugado con unos versos lamentables, una de tus fotos se asoma. La contemplo unos segundos: no siento inquietud. Hoy, al tenerte delante, la gracia de tus movimientos me doblega. Quiero resistir: no puedo. Quiero resistir porque sé que entre nosotros hoy no es.
     Y estas luces austeras y anaranjadas de la luminaria pública, realzan tus sonrisas, que emergen de la penumbra. Sentados en el umbral de una casa antigua, cuyos habitantes nunca hemos visto (al menos, sabiéndolo), las penas de la cotidianeidad se disipan. Me río y te extraño un poco, pero asumo la restricción. Intento salir del ensimismamiento para disfrutar de la velada. Y compartir una charla, una vez más.
     Tus ojos tiemblan cuando cruzamos miradas. Tus pupilas se dilatan y en el fondo intuyo que vos también me querés. Te cuesta admitirlo, tanto como me cuesta interiorizar la imposibilidad. Nos gusta poder olvidar la ciudad un rato.
     La noche termina y nos separamos con un gesto cálido. El reencuentro, en los términos actuales, depende de la casualidad. Nos damos un corto abrazo profundo. Lo más probable es que no nos veamos la semana próxima (ni el mes que viene). Es un momento un poco triste, un poco satisfactorio. Esperamos pausados en silencio. No sabemos cuando volverá a ocurrir.


Ricardo Baviera