En la puerta,
de la fiambrería,
con el caniche, correa en mano,
rulos y vincha,
me mira,
y emite un sonido,
que pareciera salir,
de la boca de su perro.
Me genera desconcierto,
no entiendo si aluciné,
siendo tan temprano,
apenas pasado el mediodía,
y a tantas horas de haberme despertado,
sin estar narcotizado,
por algún pensamiento romántico.
Como respuesta a mis derivas,
vuelve a ladrar,
mientras paso caminando a su lado,
no se voltea,
y ladra otra vez,
mientras camino incrédulo,
mientras camino lento.
Recuerdo estar en un vagón,
sobre unas vías de modelismo,
una caja desplazándose,
mientras desde su interior,
veo formados en un salón de madera
a los chicos izando la bandera,
a las profesoras controlando
que los gestos no se escapen,
que los brazos no vuelen,
que las piernas no corran,
y que la mirada, la atención,
vaya hacia lo alto, hacia ese
lienzo de pocos colores,
que muy lejos está de flamear,
como lo hacía en esas revistas
escolares,
con figuritas para recortar,
con próceres, con casitas,
donde se firmaron pactos,
que a los ocho años
uno no tiene la más mínima idea
de que pueden significar.
¡Adoremos, adoremos!
Ricardo Baviera