lunes, 15 de septiembre de 2014

El sin nombre

Extraños extrañan extranjeros.
Gitanos con pañuelos de colores sobre sus cabezas.
Solsticios de verano.

En la oscuridad profunda de Chacarita,
entre las vías,
se esconde el sin nombre.
En las estanterías de la biblioteca popular
todavía se conservan odas anónimas.
Él es la continuidad de ese linaje
de poetas orales que deambulan
revelando los pequeños pormenores
de los movimientos citadinos.

Una boca de calle 
sobrepasada por el agua,
mientras el hermitaño mira por la ventana.
Una colilla de cigarrillo aplastada por un auto,
con la brasa aún viva, 
rehusándose a morir.
Un paraguas maltrecho, profanado por el viento
y abandonado por su compañero 
sin haber recibido entierro.
Los vidrios que se empañan
y la nena que dibuja una cara feliz
en la luneta del auto en el que viaja.
La tristeza de un ciego que por un instante pudo ver
los rostros en la larga fila 
que espera al colectivo en la terminal.
El bosio que asoma del cuello de un hombre canoso y afeitado,
lleno de palabras que nunca se animó a decir
(y sigue creciendo).
El dolor entre las costillas 
después de la borrachera 
y el sexo.
El olor hediondo del exceso 
de perfume frutal
en el cuello de una monja.
El pañuelo a cuadros, de tela, 
usado una y otra vez,
quejándose.
La risa del capitán de una troupe de limpiavidrios,
cantando a viva voz en el semáforo, mientras esperan,
canciones populares con letras inventadas de un tono grotesco.
El policía que por primera vez se pregunta
para qué está parado en una esquina, intimidando,
ahora inmerso en el vacío.
El que escribe en su agenda 
los compromisos que 
nunca va a cumplir.

Todos estos rumores son pequeños murmullos 
que la calle vocaliza,
que el sin nombre recoge
mientras trata de olvidar
que tiene hambre.
Lo que come lo expulsa en verso.


Ricardo Baviera

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