Extraños extrañan extranjeros.
Gitanos con pañuelos de colores sobre
sus cabezas.
Solsticios de verano.
En la oscuridad profunda de Chacarita,
entre las vías,
se esconde el sin nombre.
En las estanterías de la biblioteca
popular
todavía se conservan odas anónimas.
Él es la continuidad de ese linaje
de poetas orales que deambulan
revelando los pequeños pormenores
de los movimientos citadinos.
Una boca de calle
sobrepasada por el
agua,
mientras el hermitaño mira por la
ventana.
Una colilla de cigarrillo aplastada por
un auto,
con la brasa aún viva,
rehusándose a morir.
Un paraguas maltrecho, profanado por el
viento
y abandonado por su compañero
sin haber recibido entierro.
Los vidrios que se empañan
y la nena que dibuja una cara feliz
en la luneta del auto en el que viaja.
La tristeza de un ciego que por un
instante pudo ver
los rostros en la larga fila
que espera
al colectivo en la terminal.
El bosio que asoma del cuello de un
hombre canoso y afeitado,
lleno de palabras que nunca se animó a
decir
(y sigue creciendo).
El dolor entre las costillas
después
de la borrachera
y el sexo.
El olor hediondo del exceso
de perfume
frutal
en el cuello de una monja.
El pañuelo a cuadros, de tela,
usado
una y otra vez,
quejándose.
quejándose.
La risa del capitán de una troupe de
limpiavidrios,
cantando a viva voz en el semáforo,
mientras esperan,
canciones populares con letras
inventadas de un tono grotesco.
El policía que por primera vez se
pregunta
para qué está parado en una esquina,
intimidando,
ahora inmerso en el vacío.
El que escribe en su agenda
los
compromisos que
nunca va a cumplir.
Todos estos rumores son pequeños
murmullos
que la calle vocaliza,
que el sin nombre recoge
mientras trata de olvidar
que tiene hambre.
Lo que come lo expulsa en verso.
Ricardo Baviera
No hay comentarios:
Publicar un comentario