Verte sentado, en la cama, con la
frazada hasta el pecho, iluminado por el sol de invierno que se
filtra por el ventanuco, recibiendo de tus hijos un regalo por tu
cumpleaños. Una cafetera de latón, para poder compartir en ese
desayuno, un café en familia. Sabiendo
que mañana es lunes y por la mañana, antes de trabajar va a haber
un café que te reconforte unos instantes, simplemente te detenés a
sentir el calor en los labios, sin pensar en la ardua jornada que te
espera por delante.
El sol no salió, la cafetera de latón
humea, la cocina está desolada y desde el baño se escucha la lluvia
que golpea sobre el techo de chapa. Por la pared del comedor se
filtra una línea de agua descendente, como si fuera la humedad
condensada en la pared de una caverna, hasta toparse con las baldosas
dispuestas en damero, blancas y negras. Frías. Descalzo te movés
entre ellas como un caballo de ajedrez.
Cuando todos duermen, la cafetera de
latón humea como todas las noches, mientras en un papel gastado,
escribís lo que pasó en el día. Un diario personal fragmentado en
pequeños papeles, dispersos entre revistas, en cajones, sobre el
televisor e incluso como topes para la puerta. Papeles efímeros, sin
mucha voluntad de ser conservados, que contienen una memoria de los
días en los que el trabajo en el puerto no era tan hostil.
Te recuerdo, ya canoso, sentado en la
silla de mimbre rota, tu favorita, completando un crucigrama con un
lápiz de poca punta, sin saber que pocos días después no habría
más vapor de latón.
Un último café.
Ricardo Baviera
No hay comentarios:
Publicar un comentario